Sollozaba él bajo aquel dulce surco que se formaba en su regazo, las dulces faenas de eterna plenitud. Sollozaba bajo el cándido recuerdo del presente que se volvía pasado en forajidos instantes.
Caminaba tendido a la sensación abierta de experimentar lo inexplorado. Zach, fugitivo de la muerte sólo desafiaba al tiempo que lo consumía y le acechaba desesperado. Hacerlo memorable, repetía… ¿para qué si la brecha entre su presente y la posteridad eran sólo un par de meses?
“HACERLO MEMORABLE” replicaba, incluso fallando, perdiendo, él ganaba.
Unas mañanas su valentía parecía corpulenta, musculosa e indestructible y otras, sincronizaba con el cielo gris, una latente indiferencia ante su devenir. A veces no perdía, él se perdía. Hasta que el milagro de vivir lo sincronizaba con lo que, a su vez, le movía la vida y sus interminables deseos de vivir. Lo sé, maravilloso. Y se re-encontraba haciendo cada espacio, cada momento, cada eucariota memorable.
Y lo veía allí, —yo, omnipresente— removiendo fibras ajenas mientras la suya misma era movida por las notas musicales, por los compases, por cada tarareo unísono de canciones adoradas entre la multitud; por el arte que no calla, sino que grita y clama sensatez, honestidad, respiros genuinos para el alma.
Cuando Mary Oliver decía, «dime, ¿qué piensas hacer con tu única, salvaje y preciosa vida?» despertaba del letargo que reposaba en su mente, se desligaba del deseo exterior conjunto de las expectativas, del despiadado horror de la sumisión a la cotidianidad, del atractivo deseo de esperar mientras llegara su tiempo… de partir. Y volvía, irónicamente a vivir mientras la vida se le iba, literalmente en ello. Su testimonio hablaba.
La impetuosa gloria de la mañana se abría cada despertar de manera preciosa y sigilosa, el forondo saltamontes iba de hierba en hierba replicando sobre rocíos que eran vespertinos y se daba cuenta que esa sucesión trivial pero necesaria era un detalle que adornaba la vida pese a su argumento a veces fútil. Mientras, él replicaba en su interminable deseo de hacer cada espacio y momento memorable, y lo hacía memorable.
Cuando se marchó, su espectro, su forma, su silueta, su legado trascendió y fue él la razón por la que fronteras terrenales y celestiales se estrecharon. Fue ese mismo irrevocable deseo de transformar cada espacio en algo memorable lo que transformó la intención fútil que a veces se pasea/ba por más de una mente adormecida; esa misma que hace olvidar a más de uno qué es lo que le mueve su vida propia y cuál es la razón por la que va de hierba en hierba anhelando rocíos vespertinos; esa misma ahora vulnerada por un alma noble, sencilla,
Un alma abocada a vivir.